Viernes de Relatos
Las buenas pláticas son lo que más me gusta. Es nuestra única forma de compartir. No necesitamos ir de compras, ni al cine. No tenemos que acompañar las palabras con bocadillos o platillos complicados a la mesa. Tampoco necesitamos de un café servido en una taza sobre una mesita que nos llega a las rodillas. Es curioso que nos bastemos a nosotros mismos para crear la magia.
Cuando traté de explicarle a una amiga lo que él y yo éramos, no lo entendió. En primera, porque no dudó en etiquetar mi ritual como un acto de infidelidad. ¡Ni siquiera nos hemos besado! Aseveré indignada. En segunda, porque no creía posible que dos personas pudieran conformarse con una banca en un parque. ¿Por qué no? ¿Será inaudito que una conversación sea suficiente para confortar a dos personas? No nos hacen falta las muletillas que hilan los silencios incómodos entre un tema y otro. Esos bocados llevados al paladar como paréntesis mientras conjuras las siguientes frases para no equivocarse. No requerimos de algo que nos robe la atención mientras elucubramos qué decir después. Miradas, gestos, respiración y palabras es lo que compone la mejor compañía.
En general, me sentía muy a gusto con esta fórmula de los viernes. Nada de expectativas, nada qué perder, ningún contrato social. Estar con él me ponía contenta. Demasiado contenta. Tal vez ahí radicara el único detalle que podía enfrentarme a un vicioso diálogo interno. Me gustaba tanto él, que quería más de él.
Nunca habíamos planteado la posibilidad de vernos otro día que no fuera viernes. El trato era claro. Además, él la tenía a ella, y yo tenía a David. Al inicio era así. Ahora que él había terminado con ella tenía más tiempo para hacer lo suyo y reorganizar el fin de semana. Imaginé una vez, llena de curiosidad y fantaseando tontamente, que tal vez podríamos llevar nuestros ratos de viernes a otro día que no fuera ese. Podía pasar... él ya no tenía ocupados los otros días. Me imaginaba con él en el mismo parque para no variar. Platicando más y más sobre todo y nada. Riendo y discutiendo aquello en lo que diferimos. Profundizando en aquello que compartimos.
En eso, el rostro de David se antepuso a mi imaginación. Un leve remordimiento me hizo morderme los labios y suspirar. Abrí los ojos y abandoné el irreal mundo de mis traviesos pensamientos. Mis labios hicieron una mueca. No podía pasar eso con él, yo no tengo su libertad.
Tratando de explicarme la irónica sucesión de los hechos, me remonté un tiempo atrás, poco más de un año. Estaba yo en ese parque, llorando desconsolada. Fue él quien me ayudó a mirar las cosas con mejores ojos. Me escuchó, me ayudó a entender. Todo pareció correcto. Ahora, lo que una vez desesperada quise reparar me estorbaba terriblemente.
¿Será que sí le estoy siendo infiel?
Lo que sé, es que por primera vez lamenté haber aceptado de vuelta a David.
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