En un instante había que guardar el maquillaje en una bolsa, tomar la chamarra para el frío de la noche, buscar el cepillo de dientes, buscar el collar rosa pastel que haría de accesorio perfecto y tomar la blusa tan cuidadosamente elegida como parte del vestuario que utilizaría para grabar ese día.
En las agujas del reloj se me hacía tarde. Los segundos me corretearon para salir apresurada con todo aquello cargando en mis brazos. ¡La bolsa y las llaves! Siete pasos hacia atrás para sujetarlas y acomodarlas entre tantas cosas y evitar que se me cayeran al piso. Bajé la escalera sin poder mirar ningún escalón. Inserté la llave en el candado de la reja con cautela y logré salir en lo que yo titulé "casi a tiempo".
Subí al coche, arranqué el motor. Todos mis triques y los objetos valiosos, como mi blusa, los dejé en el asiento del copiloto, en un montoncito apenas ordenado. A velocidad media, por culpa del tráfico usual, sentí que el tiempo se alentaba. La emoción casi imperceptible escondida en un aparente día normal, se desvanecía y hacía esfuerzos por sobrevivir, entre los coches que pitaban su claxon y el sol quemando a través de las ventanas.
Ese día, después de trabajar, iba a cantar. No sólo a cantar, sino a grabar. El ansiado momento había llegado. Meses de ensayo y estudio rendían frutos ese día. La locura de experimentar novedades en plena adultez se materializaba en ese acontecimiento. Micrófono, cámaras y luces serían los testigos que juzgarían la dedicación puesta en lograr entonar las notas de mi canción. Combatiendo la inercia de la rutina y las ganas de hacer escuchar mi voz trabajada y cansada, llegué a mi destino. Busqué dónde aparcar cerca de la puerta de mi lugar de trabajo. Nada. Toda la banqueta repleta de coches. Alcé la mirada buscando un poco más allá, al otro lado de la calle. Ahí había un sitio desocupado. "Caminaré unos pasos más, no es nada" El lío que representaba quedarse ahí era cruzar una calle no tan amplia para ser avenida, pero sí lo suficientemente transitada para no ser una calle de dimensiones pequeñas. Dos carriles cabían en ella.
Apagué el motor. Tomé las llaves, abrí la puerta y estuve a punto de bajar del coche cuando miré de reojo el montoncito junto a mí: mis cosas. "Debería bajarlas ahora mismo, después regresar por ellas para arreglarme, hará que se me haga más tarde". La chispa de entusiasmo se encendió levemente al al verme en mi imaginación cantando en un escenario. Con ambas manos las abracé, en lo que según yo fue un acomodo improvisado perfecto. Salí del coche y cerré la puerta empujándola con el codo. Miré hacia ambos lados de la calle y ningún automóvil avanzaba hacia mí. Crucé trotando como siempre lo he hecho, motivada tal vez por el miedo a sufrir un accidente. Festejé aliviada al anticipar que la hora me había hecho justicia llegando a buen tiempo. En la puerta, un hombre desconocido buscaba en su portafolio las llaves para abrir la misma puerta que necesitaba abrir yo. Dispuesto a darle alcance para entrar junto con él, me apresuré.
Un señor que conducía su coche alzó un grito hacia mí desde su ventanilla. "Señorita, se le cayó su suéter" ¿Mi suéter? Le miré con una sonrisa enrarecida por el gesto y cuando siguió su camino, despejada la calle, miré con sorpresa, que a mitad del carril junto a mi coche, estaba tendida en el suelo mi querida blusa blanca.
Aquella blusa había sido la elegida entre todas las que habitan mi ropero. Entre ovaciones y envidia, las demás le miraron cuando fue seleccionada para ser mi vestuario de la sesión de grabación. Su encaje de flores hacía alusión al tema de mi canción "Rosas". Su tierno aspecto combinaba con el mensaje de la historia que narraría. Y el collar color rosa le hacía juego perfecto. Aquella blusa tan delicada, haría bien su función de acompañante en la alejada ilusión de aspirar a cantar como una profesional.
Mi blusa me miraba asustada... o más asustada me encontraba yo, al ubicarla en una posición tan riesgosa. Sólo había que regresar en mis pasos y levantarla. Miré ambos lados de la calle y el paisaje me paralizó. El semáforo que cerca de ahí controlaba el fluir de los coches, iluminó de verde mi infortunio. Una avalancha de llantas se echó a andar hacia mí. Abrí los ojos y los clavé en mi blusa. Primero una llanta pasó a su lado, dejándola intacta. ¿Suerte? Luego otra llanta apenas le rozó. Miré la larga fila de coches, aveciné el final de mi suerte. Una llanta rodó encima de ella, luego otra y una más. Los coches no cesaban de llegar. Y yo, de pie, estática como una estatua, sólo podía mirarle siendo accidentada. La velocidad de los coches siguientes era más lenta, pero no lo suficiente para atravesar el río de neumáticos y salvar lo que de mi blusa quedaba. Por lo que el deceso se prolongaba hasta estirar a su punto máximo mi dolor y soltar una lágrima.
Un coche conocido se acercó en el otro carril, el que estaba más cerca de mí. Reconocí las placas y con nostalgia miré a quiénes redujeron la velocidad y se detuvieron a mi lado encendiendo las luces intermitentes. Eran mis padres, que gracias a la casualidad me encontré. Me preguntaron amables si esperaba un ride o algo más. Con tristeza disimulada les enuncié que sólo quería cruzar la calle. Me sonrieron sin más y continuaron su camino... y mi blusa y yo, nos seguimos mirando sin podernos ayudar.
Finalmente, el semáforo dio pie a la luz roja. En ese pequeño respiro de paz atravesé caminando la calle. El miedo a que me sucediera algo ya no existía, sólo el pesar de haber presenciado el atropello de mi querida blusa. La recogí del suelo, llena de marcas negras donde las llantas le habían estrujado. Regresé a la banqueta y encontré al hombre de la puerta, de hacía unos minutos, sonreírme apenado.
- Al fin pudo atravesar por su suéter, señorita.
- Sí - expresé en un suspiro ahogado, sin ganas de explicar que su identidad era una blusa.
- Escuché que alguien gritó que se le había caído y le vi esperar hasta que pudo ir por él - quiso empatizar conmigo.
Asentí con la cabeza y abracé mi blusa resignada junto con el resto de mi montoncito, que sujeté aún con más fuerza. Me despedí del único testigo de mi desventura y con mi blusa arruinada, mi ánimo cabizbajo, me fui a trabajar como se esperaba de mí.
FIN