Una pincelada y el dibujo quedó
terminado. Aprender a impregnar el pincel con la cantidad exacta de pintura fue
un desafío que Alicia consiguió dominar con destreza. Relajar la muñeca y
deslizar los colores evitando las plastas que la delataban como principiante,
fue difícil de lograr. No tanto para Amelia, quien desde niña estaba a la caza
de lienzos en blanco.
Miguel se esforzaba en lograr que
ambas disfrutaran del reto de pintar con óleo. Cada una a su medida encontraba
la justa satisfacción de un paso más en el camino a la maestría de ese arte.
Así como Amelia, él desde niño había vivido intensamente encuentros estrictos
con el dominio de la técnica, dejando atrás todo pasatiempo o diversión que
implicara. En esta sutil carencia de placer en su aprendizaje, hallaba reconfortante
observar a Alicia riéndose de su propia inexperiencia y disfrute de cometer
errores básicos.
Amelia tenía una nata facilidad
para pintar. Alicia le admiraba y cada ocasión para aprender de ella era sin
duda aprovechada. Miguel reforzaba con algún consejo o instrucción. Los tres, a
las diez de la mañana de cada sábado, formaban una increíble escena de
creatividad y colaboración.
Tenía él sus propias razones para
dedicarse a la enseñanza. En algún rincón de su inconsciente buscaba redimir
los métodos que curtieron sus primeras brochas. Había de existir otro modo de
lograr el mismo resultado de excelencia, sin apagar la llama del goce y la
locura desbocada. Un equilibrio exacto donde la técnica y la irreverencia
pudieran convivir.
En el camino de la persecución de
su sueño, alguien le siguió. Toda ella era arte. Talentosa en su sangre de
artista, su voz embelesaba multitudes. El drama y la actuación; carcajadas y
lágrimas que brotan a propia voluntad. Fácilmente
hablaron un idioma en común. Sara se enamoró de su sueño; y Miguel, de una
soñadora para soñar con él.
El taller le provocaba pocas
ganas en sábado temprano. Los viernes en la noche la oscuridad se ahogaba en
música y vino. La sangre encendida por el alcohol tardaba horas en apagarse,
tantas que el despertador no hacía su parte del trato despertándola con los
primeros rayos del sol al día siguiente. Por eso, Miguel disponía de un
improvisado desayuno en la callada cocina, comportándose como un escurridizo
fugitivo para no provocar ningún ruido que despertara a su hermosa durmiente.
Con la bata blanca cargada en su
antebrazo, tomaba el camión al taller. En la esquina de la calle donde se
ubicaba, invariablemente se topaba con la puntualidad de Amelia. Compartían el
camino charlando de lo que sólo ellos dos comprendían. La magia del universo
estaba a sus pies y los deseos que se conjuran desde el fondo del corazón son
los más poderosos. La noche anterior, la luna lucía espléndida, recordaron los
dos, se veía milagrosamente blanca como el azúcar.
- Era oportunidad de pronunciar
en silencio frente a la vela tu anhelo más honesto – le animó Amelia
averiguando si el obsequio había sido abierto hacía un par de días.
Una vela para pedir deseos.
Alicia le había escuchado entregársela una vez al concluir la clase. Ella
comprendía que Amelia tenía un don para conectar desde otro plano, aunque no
compartía con ella la existencia de aquel mundo de posibilidades. Aún así
sentía celos de aquella complicidad, pues en su más oscuro secreto, ella
aclamaba por esa atención que Miguel le brindaba a Amelia.
Alicia conseguía miradas alegres
para sí misma en su frescura al pintar. Cada vez que su torpeza relucía, Miguel
estrechaba un lazo con ella en el que invariablemente ambos reían. Su intención
de animarle a continuar pese a las dificultades le evocaba una dulce
alternativa de hacer distinta la práctica a como él la había experimentado… y
ese cobijo que apapachaba a Alicia despertaba en ella ilusiones que sus
mejillas sonrojadas no podían disimular.
Sara invitó a Miguel por enésima
vez y escuchó una negativa más de vuelta. Poco a poco su paciencia se agotaba.
Impensable era asistir nuevamente sola a la fiesta para celebrar la puesta en
escena de uno de sus entrañables amigos. El reproche del comparativo del pasado
y el presente relució cuando Sara le echó en cara que antes los desvelos no le
incomodaban. Las clases en sábado eran el parteaguas entre despertar juntos
abrazados y despertar abandonada en las sábanas de la cama. Miguel
contraargumentó en vano, explicando en su defensa que las clases permitían
financiar sus salidas y trasnochadas. Las exposiciones de sus cuadros apenas
iniciaban su popularidad y ella en un su jovial trote de idas y venidas
apostando suerte aquí y allá, no sentaba cabeza en la realidad financiera de
ellos dos como pareja.
Amelia le escuchaba con atención
deshilvanando las razones que afligían a Miguel aquella mañana sabatina. Un
alma joven la de Sara, sin duda, con ganas de volar alto y tocar el cielo,
aunque con el peligroso riesgo de perder el suelo. Miguel se entendía más en
esos temas con Amelia y Alicia. Amelia era esposa del dueño de la empresa de la
familia, que por herencia le correspondía el lugar de dirigirla ahora. Dedicada
a su hijo de siete años entre semana, había triunfado en la negociación de
hacerse un tiempo el sábado para sus caprichos y entretenimiento. Su esposo
accedió pagándole las clases, que, sin duda, significaban para ella reconectar
con su pasión de antaño. Alicia por su parte, vivía encerrada en una oficina de
mañana a noche, haciéndose de pesos y centavos para su manutención y ahorrando
un poco para hacer posibles sus clases de pintura. En su independencia le hacía
falta un ingrediente que le permitiera recordar que la vida existía fuera del trabajo,
por lo que las disfrutaba como una renovación para su alma.
Miguel apareció aquella mañana
con los ojos hundidos y la sonrisa desaparecida. Amelia le acompañó en su
silencio, incapaz de penetrarlo. Alicia les miró a los dos entrar por la puerta
y se acercó a ellos con impetuosa curiosidad. Miguel acomodó los caballetes y
preparó el material para iniciar su clase. Alicia observó a Amelia en busca de
respuestas. Miguel detuvo su actividad para dirigirse a ellas. Amelia leía sus
tristes pensamientos y recogía la nostalgia que brotaba de su corazón. Miguel
entonces respiró y no dio ninguna explicación, invitándoles por el contrario, a
tomar su pincel y su color favorito para colorear. Ambas así lo hicieron… y
entre pinceladas de color morado y azul, escucharon a Miguel a espaldas de
ellas, sollozar.
FIN
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