Viernes de Relatos
No sabía si llevar algún obsequio. Un pequeño detalle, nada ostentoso, algo que pudiera rescatar la relevancia de la fecha que se cumplía hoy. Una asunto de rituales que las personas suelen hacer para llevar la cuenta de los acontecimientos. Nada más que eso. Se hacía un año desde la primera vez que nos vimos en aquella banca del parque y yo quería celebrarlo.
Ignoraba si él tenía presente la fecha. Los hombres no suelen ser así de detallistas. Culpan a su mala memoria y esperan el indulto justificándose en lo usual de los de su especie masculina. David era así y las discusiones habían tenido ese tema como base. Por mucho que quería educar a David, no lo conseguía. No sabía si él era como David. Me esperaba ese misterio para ser resuelto.
Al llegar al parque lo descubrí sentado, acurrucado en su abrigo. El frío que hacía era inesperadamente intolerable. Habría sido mucho mejor quedar en algún café o centro comercial, pero no podíamos arruinar la tradición de tantas semanas, que habíamos fijado sin negociarlo mucho.
Me senté a su lado y nos abrazamos gustosamente. Miramos un rato el paisaje y suspiramos llevados por nuestro alivio de encontrarnos lejos del correr de nuestras vidas. Una pausa calmada, un respiro profundo. Me extendió su mano y yo le obsequié la mía. Sus dedos se entrelazaron con los míos. Una emoción recorrió mi cuerpo. Era curioso lo que podía despertar ese gesto en mí. Nada importante y al mismo tiempo trascendental.
Buscó mi mirada y quebrando el silencio me soltó la noticia más inesperada. Sin preámbulo lo soltó cual balde de agua que es arrojado por una ventana. Ella terminó con él. Así de simple. Una carta abandonada frente a su casa. Renglones que le confesaban la verdad de un engaño y la imposibilidad de culparlo a él de uno. Nada más que el desarrollo de una idea frustrada de negativas cada viernes... los viernes que eran míos y de él.
No se le miraba angustiado, al contrario, un poco aliviado. Él lo anticipaba. Según él le exigía demasiado y no era capaz de comprenderlo. El trabajo le fastidiaba toda la semana y los fines de semana rogaba por un espacio para él. Procurándola, le concedía dos días, pero los viernes... los quería para sí. Solo él. Hasta que aparecí yo en la fotografía y le arrebaté su soledad.
Lo miré detenidamente. Quería abrazarle, pero me detuve. Apreté su mano que aún permanecía con la mía y esperé que mi apretón le transmitiera mi simpatía. ¿Un año es mucho tiempo? Para mí era un suspiro; para ella, debió de ser un siglo. Curioso que la forma en que gastamos el tiempo concedido haga que vuele o se lleve a rastras.
Entonces saqué de mi bolsa una pequeña caja forrada de papel brillante color rojo. Una cajita que apenas ocupaba la palma de mi otra mano. Se la mostré y le pedí que la abriera. Él no se esperaba aquello, se lo noté en la cara, que esbozó una sonrisa a medias, aún afectado por los acontecimientos. Me soltó la mano y con las suyas abrió el regalo. Dentro de la caja encontró lo mejor que ideé para conmemorar nuestra historia.
- La hoja de un árbol.
Asentí con la cabeza. Emocionada esperé su reacción. Contrariado, la extrajo de la caja y la miró con cautela.
- Tal vez no seas tan obsesivo como yo con el calendario, pero hace un año que pasó...
- ... que nos vimos aquí. Lo sé, lo tengo presente.
Lo miré sorprendida. No pude evitar echarle los brazos encima en un tremendo abrazo.
Aquella hoja era como las centenares de hojas que se desprendían de los árboles cada otoño en ese parque. Una hoja que durante un año había estado ahí, mirándonos callada, hasta que llegaba su tiempo de partir.
- Sólo no me digas, que como la hoja, y ella, tú también pretendes irte - me advirtió.
- No, yo me quedó.
¿Cuánto tiempo iría a durar esto? Con esa pregunta en mi cabeza nos despedimos hasta el próximo viernes.
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