Frases

Vive cada día de manera tal, que siempre tengas algo interesante que contar --- Lourdes Glez.


viernes, 18 de julio de 2014

Cinco años y algo más

Viernes de Relatos

A la salida del trabajo yo siempre tenía a dónde ir. Si me invitaban a cenar, les daba una negativa. Si me invitaban a bailar, decía que no podía. Si el pretexto era el cine, yo me inventaba que prefería ver las películas en la televisión de mi casa. Nada podía hacer que yo faltara a mi cita.

En el parque, nos miramos sonriendo. Detrás de él se alzaba un paisaje arbolado que nos arropaba con sus vestidos tiesos y frágiles. El saludo del otoño era frío y nuestros abrigos hacían frente al viento que soplaba sobre nuestros cuerpos.

Nos sentamos. La banca era sólo para dos. Para él y para mí. Acompañándonos mientras nos sentábamos sobre esa banca de madera hecha a mano, algo rústica y a medio pintar de color blanco. Los años habían pasado sobre ella, pero se mantenía presente como parte del espacio, contando historias de las que había sido testigo. En esa banca, invariablemente, nos encontraban cada tarde de viernes.

Yo no se lo contaba a nadie. Estoy segura de que él tampoco. Era nuestro secreto y en esa complicidad se construía nuestra singular amistad. La manera en que dimos el uno con el otro fue mera casualidad. Una tarde caminaba yo por ahí, ansiosa de llorar. El corazón turbado por un malentendido me obligó a desviarme del trayecto a casa. Así fue como di con ese lugar, algo alejado de los edificios y escondido detrás de un restaurante. Estacioné cerca y corrí por sus pasillos hasta toparme con la banca. Ahí me desvanecí en lágrimas que empapaban mis mejillas. Un desconocido colocó su mano sobre mi espalda y la dejó ahí un rato, esperando paciente a que me calmara. La desesperanza me arrebató los temores a desconfiar de los extraños y le dejé quedarse conmigo. Cuando me calmé un poco alcé la vista y descubrí a mi socorrista. Un muchacho de mi edad, de piel morena y cabello alborotado. Una sonrisa tierna y una mirada brillante. Me miró compasivo y sin curiosidad. No tuve que darle explicaciones, lo que me alivió, pues luego me pillé avergonzada por ahogarme en el desahogo públicamente.

Recuerdo que esa tarde, como la de hoy, nos quedamos en pleno silencio. Arrullados por el ir y venir de las ramas de los árboles meciéndose al compás del viento. No hacía falta decirnos mucho para entender que ambos sentíamos un pesar en el corazón. Las normales dudas sobre el amor y una pareja. Las ocurrentes fantasías proyectadas al futuro llenas de incertidumbre. Los momentos convertidos en tesoros que no queríamos soltar y el ambivalente sentimiento de no sentirlos verdaderamente dueños de ellos. Las preguntas, las sombras, las luces... eso nos decíamos, eso nos hacía ser amigos.

Sentados en la banca, nos dejamos ver el uno al otro. Él me tomó de la mano emocionado y yo le dejé tomarla alegremente. Su presencia me recuperaba de las peleas y malentendidos que tenía con David. A su lado, todo se recomponía esperanzadamente, en una historia con dos personajes meramente humanos llenos de defectos y virtudes. Él sabía cómo hacerme sentir bien y yo sabía cómo hacerle sentir bien. Él parecía perdonarle todo a ella con sólo hablar conmigo.

Su celular sonó repentinamente.

- Es ella.

- ¿No vas a contestar?

Dubitativo, se llevó un dedo a los labios.

- No, siempre quiere saber dónde estoy. Si le digo la verdad, no lo entenderá.

Escondió el celular en el bolsillo de su abrigo y lo dejó sonar por largo rato. Nunca contestó.


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