Frases

Vive cada día de manera tal, que siempre tengas algo interesante que contar --- Lourdes Glez.


martes, 10 de junio de 2014

Recordando a Quiroga


Usualmente le encuentro en mi almohada al dormir. El sueño pesado vence mis locas ideas en las que cerrar los ojos significará un lento acercamiento a la muerte. Me consumirán sus garras y tragará mi sangre ese monstruo escondido en mi preciado objeto para descansar. Ahí es donde lo encuentro cada noche y cada día desaparece bajo la luz del sol.

Procuro andar con cuidado el resto del día, no vaya a ser que me encuentre con un accidente fatal en el supuesto dominio de mi cotidianeidad y pierda la vida. Puede suceder, lo sé. En ese irónico escenario también le he visto.

Mis días se atajaron por su sombra con la repentina aparición de esos niños. Acostumbrada a sus relatos, le recordé súbitamente en un recuerdo que jamás esperé presenciar. Ahí estaba yo, regresando de la tienda, caminando en la banqueta, acercándome a mi casa. Las casas alineadas al otro lado se alzaban una a una con sus colores cobrizos. El ajetreo acostumbrado de una tarde entre semana, con hijos que acaban sus tareas y salen a jugar. Lo usual, crei, hasta que me golpeó la cara esa imagen del niño. Igual que la almohada me acosa con el recuerdo de un relato, así esta cara infantil de ojos vacíos me heló el alma.

Incapaz fui de describir lo que sentí. Evoqué aquella gallina decapitada y el morbo de un asesinato cruel disfrazado de inocencia. ¿De dónde había sido capaz él de extraer dicha historia? ¿Qué había podido inspirar tanta tragedia? La respuesta la tenía frente a mis ojos, acechándome asquerosamente.

Escuchaba en un murmullo a Horacio "Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta". Quedé horrorizada ante la similitud. "En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal". La diferencia oscilaba en la falta de una grave enfermedad.

Avancé por la banqueta a toda prisa, con esa mirada torpe corrompiendo mi tranquilidad. El niño osó dar unos pasos vacilantes detrás de mí, con la absurda intención de alcanzarme. Caminé más rápido y el corazón se me agitó robándome el aire de los pulmones. Empecé a jadear asustada. Me perseguía, el infante idiota me perseguía. Sus manos atadas a su cuerpo le impedían lograr el equilibrio, iba de un lado a otro amenazando con caer. Sus labios petrificados en una mueca deforme y sus mejillas pálidas sin el rojo carmín del goce infantil.

Entré a mi casa y azoté la puerta detrás de mí. Me llevé la mano al pecho buscando calmar los latidos de mi corazón. La imagen de esa criatura diminuta tan escalofriante me arrebataba mi paz. Era un demonio miniaturizado, un ser tosco y grotesco que simulaba ser niño. Sin inocencia ni brillo, sin risa ni alma.

Asomé por la ventana para averiguar hasta dónde lo habían llevado sus pies. Miré el jardín lleno de flores saludarme meciéndose con el suave viento que soplaba al atardecer. El cielo rojizo despedía al sol. Pude percibir el llamado de una mujer a lo lejos, que pedía que alguien entrara a la casa. Unos pequeños atravesaron corriendo mi mirada. Él no se encontraba entre ellos. Todo se quedó callado y en calma. Debía haber entrado a su morada hacía rato, supuse. Volví mis ojos al interior de mi hogar. Respiré hondo y profundo y volví mi atención a mis quehaceres hogareños.

Aquel niño permanecía en la banqueta, sentado detrás del tronco de un árbol sembrado al frente de su casa. La madre había olvidado proclamar su regreso, ocupada frente al televisor y evadiendo toda responsabilidad que éste le conllevara. Adentrada la noche llegó su padre anunciándose con las luces del automóvil iluminando la oscuridad. Encontró al niño sentado solo. Su padre le tomó del brazo y a empujones lo hizo entrar por la puerta principal.

La calle solitaria esperó toda la noche, con la esperanza de un porvenir cuando llegara el amanecer.


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